Como homo ludens calificó Huizinga al ser humano. Dejando al margen lo que éste denomina “formas superiores de juego”, en las que lo lúdico subyace más o menos escondido, es un acierto haber llamado la atención sobre el juego como aspecto diferencial humano -aunque hoy los avances etológicos nos sorprenden cada día reforzando parentescos hace tiempo insospechados-.
El ser humano es, como tantos han dicho, un ser hambriento de realidad. El mundo se nos queda pequeño y nuestra propia vida se nos queda corta. Rebelándonos contra estos límites hemos creado realidad y, dándosenos como tarea incluso nuestro propio ser, nos hemos hecho.
De ello han participado siempre -de manera más o menos consciente- los niños y las niñas que a lo largo del tiempo han crecido -en todos los sentidos de la palabra- jugando. Así, jugando, han podido anticiparse, recrearse, multiplicarse, evadirse, adentrarse, socializarse, comprender y comprenderse...
Muchas veces, estos juegos han contado con la presencia de unos extraños objetos que -elaborados a mano por ellos y ellas, o de fabricación industrial o mediopensionistas- reciben el mágico nombre de juguetes.
Y en esto de vivir -conviene no olvidarlo-, no hay ensayo. Todo es vida. También jugar. Y mucho.
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